La vida de los árboles. Capítulo I


Me acercaba a tu alma
e Iluminaba tus pasos,
cantando mudo al aire con tus labios
posado en la palabra.

No quería buscarte ni aspirarte,
tan solo robarte una sonrisa
para luego salir corriendo,
sabiendo que era yo.

Rogaba a mi pecho por este dolor,
porque eras el mejor secreto guardado,
eras el viento removiendo mis actos,
un pecado que termino por derramarse,
que brotaba por las noches
y moría en el día.

Eras el verso inacabado suspendido
en el suspiro de mis soledades,
eras tal y como te recuerdo
y yo, no era más que el intento,
de aquel niño al que querías enseñar,
tal vez, una hoja perdida en el diario de tus fantasías.

Y de estas manos que te sintieron
ahora me hablan, me asientan,
en estos domingos que hago míos
cuando vuelvo a escribirte,
porque por un instante, dentro de mis poemas
regresas a mi alma, a mi vida.

Usted, amor...


Me hablaron de ti,
desde la lejanía del olvido reticulado,
estrecho de armaduras
y repleto de velos inventados,
que nacían de aquellos versos
consumidos y perseguidos por los días,
aquellos días voraces, intrépidos y ocultos a la luz de tu voz.

Me hablaron de ti,
con tono desesperante y arruinado,
y yo, desde aquel cuarto leones
de corte francés y ventanas envejecidas,
me pronunciaba con aspavientos y movimientos precisos,
recreando mil y una vez las escenas que mí sien guardaba,
actos que nunca llegarían a ningún puerto.

Me hablaron de ti,
no entendían tus gestos, tus formas, tus palabras,
y me buscaban por las calles para darme acecho,
y explicarles el por qué de tus enojos y antojos,
¡que les iba a contar!, si el que menos te conocía era yo,
¡sí!, te había soñado tantas veces que era capaz de poder dibujarte
incluso con los ojos vendados,
pero nada era cierto, nada era real,
yo nunca supe de verdad quien eras tú.

Pero con todo y con eso,
me anduvieron, me coartaron mi silencio,
me obligaron, me detuvieron,
me llevaron por las calles a gritos,
me alzaron con sus manos
y me postraron en sus hazañas,
¡tuve que abalanzarme ante ellos!,
¡mentirles y renunciar a mi nombre!,
distorsionando las maneras, los besos, el movimiento de mis pasos
e incluso las miradas de mis hechos.

Mi tiempo nunca fue dueño de tus quehaceres,
no por negativas de mis pretensiones ni olvidos,
puede que por virtudes del azar del destino
jamás llegáramos a coincidir,
y con el paso del tiempo
fui asimilando y disimulando esta soledad mía,
remendada al costal de mis días,
y ahora al mirarte con la mirada deshilachada
me pregunto, ¿a quién amas?,
¡dímelo!, estos me aúllan desde sus fronteras,
aterrados en fila con sus fusiles adueñándose del aire que respiro,
y es que esta muralla envejecida de torpezas me frena,
ya no estoy para salir corriendo,
no es cuestión de edades, si no del corazón.